Lunes 8 de marzo de 2021
Conversemos de nuestras violencias
Por: Diego García
Es notorio que nos debemos una larga y difícil conversación acerca de lo que consideramos el uso legítimo de la fuerza. Al cabo de casi año y medio de un conflicto social que dejó de estar soterrado y ahora es abierto, las expresiones de violencia directa se han multiplicado, costando vidas, la integridad de las personas y la destrucción de bienes públicos. Hay politólogos que dan cuenta de los numerosos orígenes y las muy diversas expresiones de violencia, así como de una ignorancia bastante generalizada respecto de cuáles podrían ser sus motivaciones e incluso en muchos casos sus reales autores.
La condena indiscriminada de la violencia no está contribuyendo a entenderla mejor, y por lo mismo, no arroja luces acerca de las maneras justas y eficaces de prevenirla. Hay violencia que viene de las instituciones (violaciones graves y generalizadas a los derechos humanos) y otras en que incurren los ciudadanos, a veces con motivaciones directamente delictuales, otras bajo pretexto de ser formas de defensa y resistencia frente a opresiones anteriores. Meter todo al mismo saco no permite gobernar mejor el fenómeno. En el breve espacio que permiten estas líneas, y nada más que con el propósito de invitar a una conversación serena y constructiva sobre un tema controversial, sugiero tomar un ejemplo contemporáneo muy inspirador, aunque exigente y difícil de seguir a cabalidad.
Nelson Mandela consagró su vida a luchar contra el régimen del apartheid en Sudáfrica, pero dentro de un movimiento político que reconocía en sus principios el derecho de la minoría blanca a vivir en condiciones seguras en un estado que consagrara la igualdad ante la ley a mayorías y minorías. Su relación con la violencia varió a lo largo de su vida, y fue durante sus largos años de prisión en que tomó conciencia que el doblez en nuestro comportamiento era parte de una condición humana generalizada, y no patrimonio del enemigo o del adversario. Constató que las condiciones tanto para obrar bien como para obrar mal estaban también en los miembros del propio grupo y se decidió a apostar por la capacidad para el bien que anida en unos y otros. Eso lo aprendió también de los gestos de humanidad que percibió en algunos de quienes tenían a su cargo su permanencia en prisión, y luego, con quienes negoció una salida pacífica desde un régimen racista a otro democrático. Se empeñó en entender a sus opresores, aprendiendo su lengua y su cultura, y, una vez más, apostando a su capacidad para obrar bien.
En Fratelli tutti, dice el papa Francisco que “nuestro mundo avanza en una dicotomía sin sentido con la pretensión de garantizar la estabilidad y la paz en base a una falsa seguridad sustentada en una mentalidad de miedo y desconfianza” (FT n° 26). Para que la amistad social sea la regla y no la excepción, tenemos que educarnos en ella, poniéndola en práctica desde ya. La obra de Mandela, como toda obra histórica, está inconclusa, pero deja abierto un horizonte positivo y esperanzador que puede interpelarnos también a nosotros para abordar y sanar nuestras propias violencias y conflictos estructurales.