La Iglesia reconoce que la autoridad política y el Estado es fundamental en la sociedad dado que el hombre, la familia y las organizaciones por sí mismas no pueden lograr su plena realización; y cuando habla del bien del pueblo se refiere al bien común entendido como “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección”.

Es cierto que todos los ciudadanos, creyentes y no creyentes, así como creyentes de diversas confesiones han de promover el bien común, y nadie puede abstraerse de ello. Sin embargo, a quienes ostentan el poder político les corresponde -en primer lugar- promover y garantizar una organización adecuada de la sociedad de tal manera que cada uno pueda lograr su plena realización en aras del bien común.

El primero es el respeto de la persona en cuanto tal, es decir custodiar su dignidad, asegurarle la protección de su vida desde el momento de la fecundación hasta la muerte natural, así como de su vida privada y de su justa libertad, así como del derecho de profesar su fe religiosa

Además, le corresponde garantizar la posibilidad de desarrollarse de forma tal de poder mejorar sus condiciones de vida para llevar una verdaderamente humana, lo que significa poder formar una familia, disponer de alimento, vestido, salud, educación, trabajo y cultura, y una vida digna al llegar la tercera edad. Junto a ello al Estado le corresponde garantizar el derecho que tienen los padres de educar a sus hijos y el rol fundamental que en esta materia tiene la Iglesia. Por último, es tarea de la Estado procurar estabilidad y seguridad a la población, así como un orden justo que garantice la paz, ello implica velar para que los intereses de cada grupo, que a veces son antagónicos entre sí, se armonicen en justicia y verdad. Tarea no siempre fácil y a la cual no puede abdicar si quiere preservar la paz y el orden social.

La misma Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II nos recuerda que “el orden social y su progreso deben subordinarse al bien de las personas, y no al contrario”. Es evidente que lograr el bien común es arduo y requiere del trabajo y del sacrificio de todos. En ese sentido, si bien es cierto que la Iglesia no se identifica con el Estado ni con programa político alguno, coopera en la construcción de una sociedad más fraterna y justa a través de su misión evangelizadora. En efecto, la labor de la Iglesia es anunciar el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo y proclamar la verdad acerca del hombre. Esta tarea la realiza a través de su acción pastoral qua abarca su presencia en las parroquias, la educación y en sus múltiples obras sociales que dan prueba de su amor por el hombre, especialmente del más necesitado. Un aspecto esencial en el mundo actual es la cooperación entre el Estado y otras entidades, con la Iglesia, en la búsqueda de soluciones en favor de los ciudadanos y en particular, respecto de los más desposeídos o descartados de la sociedad, como son las obras sociales, educacionales y sanitarias.

La Iglesia promueve un mensaje de amor y pretende que los hombres conociendo a Jesucristo tengan, mediante la fe en Él, una vida según sus enseñanzas y preceptos, y conforme a su dignidad. La tarea de la Iglesia es fundamental en una sociedad dado que ayuda al hombre a encontrarle sentido a su vida, la dimensión trascendente de ésta, y a reconocer, en el servicio a los demás el fundamento último de su razón de ser en el mundo. Por otra parte, la Iglesia al proclamar la verdad acerca del hombre revelada por Jesucristo, Verbo del Dios hecho carne, promueve valores inherentes a tal dignidad, como lo es el respeto por la vida humana, la promoción del matrimonio como fundamento de la familia y el derecho de cada ser humano a ser concebido y llevado en las entrañas por su madre y educado por sus padres. De la misma manera promueve un orden social justo donde el hombre es causa, centro y fin del quehacer de la política en el mundo. Desde ese punto de vista está llamada a alertar con claridad y sin ambigüedades de los peligros de una sociedad materialista que reduce al hombre a su condición biológica o a un mero engranaje de la sociedad del que puede disponer sin restricción alguna.

La Iglesia no pretende poder político alguno y está más allá de la contingencia. Sin embargo, reconociendo que la sociedad tiene el derecho y el deber de organizarse por sí misma, así como la legítima autonomía del orden temporal, la Iglesia faltaría gravemente a su misión si es indiferente a todo aquello que atenta en contra del hombre. Su voz la alza en cuanto colabora a que en todos los campos de la vida social se tenga presente al hombre y la dignidad que lleva grabada en cuanto imagen y semejanza de Dios.

La Iglesia promoviendo el Evangelio no se inmiscuye en las labores del Estado, pero ofrece un precioso servicio a la humanidad dado que está convencida que para conocer al hombre integral hay que conocer a Dios y que Jesucristo le revela al hombre el propio hombre y le hace descubrir la sublimidad de su vocación.

La Iglesia es una institución fundada por Jesucristo que está siempre dispuesta a servir a quien necesite de ella, dado que allí está su razón de ser.

Por último, es innegable que la credibilidad del mensaje evangélico es inseparable del testimonio de cada uno de los católicos en sus ámbitos de competencias y seremos los obispos quienes tenemos la mayor responsabilidad en cuanto sucesores de los apóstoles, primeros testigos del Señor y a quienes le dejó la responsabilidad de ser los primeros en anunciar la Buena Nueva hasta el fin de los tiempos.